miércoles, 19 de diciembre de 2012

Sopa de piedras, historia colectiva


 Sopa de piedras. Ayer, mientras repasaba momentos de estos últimos años y escuchaba en la radio las noticias, me vino a la cabeza el cuento de una mujer nicaragüense con mucho coraje, Idalia. Cada persona con la que compartes te deja huella, y en realidad esa es la historia del Obrim, la suma de momentos, de personas inquietas con las que compartir. En junio, debajo de la carrasca, me comprometí a contar el Obrim, una historia colectiva, como la historia interminable. Puedo contar una parte, ya que hay muchas piezas del puzzle que no conozco, así que os animo a ir tejiendo relatos, como piezas que además nos pueden acompañar en un momento de cambio como el que estamos viviendo, en el que necesitamos cada día poner en la mochila energía para seguir luchando. No quiero buscar más excusas para aplazar la tarea, así que opto por  escribir cada día un relato, en apariencia desordenado, y por ‘trabajar juntos para perder el miedo’, como hasta ahora. 
     La primera vez que crucé el océano Atlántico, fue para sumergirme en el altiplano boliviano, un lugar árido y frío, pero con gentes cálidas y valientes. El siguiente verano, viajé a Nicaragua, otro lugar de volcanes, y ‘Sopa de piedras’ fue una de las primeras historias que escuché, un cuento popular que se cuenta en muchos lugares del mundo con algunas variaciones. Pensamos que los momentos difíciles unen más a las personas, pero estos días, cuando voy a los centros educativos, no como compañera en plantilla, sino como parte de un grupo de profesores que ha cambiado su trayectoria por los recortes y que está reinventando su trabajo para seguir participando de la educación, me encuentro con respuestas variopintas, en algunos casos agridulces: ‘ya te llamarán’, ‘esto son unos años’. No estoy de acuerdo, los verbos denotan acción, pero algunos verbos como esperar, parar, conformar... me dan la sensación que cada lucha es individual, y que nos protegemos construyéndonos una burbuja. Esas palabras no creo que nos acompañen en los retos que nos hemos propuesto, tenemos que seguir luchando dentro y fuera de los centros por tener la escuela que queremos, la sociedad que queremos, crear una comunidad fuerte, y ¿por qué no? feliz. Y quizá no sea un reto, sea un ‘retazo’, pero hemos repetido muchas veces en la experiencia Obrim: ‘Lo difícil cuesta un poco, lo imposible un poquito más’. Yo la escuché por primera vez, después de oir el cuento ‘Sopa de piedras’. Desde entonces me permito rendirme menos que antes, porque esas palabras salían de un vida llena de dificultades, y su mirada seguía viendo un horizonte lleno de posibilidades, uno de los ingredientes para eso era que su camino no lo iba a recorrer sola. Desde el verano pasado enlazo esas palabras con otras que me dijo una estudiante de magisterio en Argentina: ‘Las palabras crean imágenes’. Mirando atrás, pienso en cuántas experiencias nos ha invitado a descubrir esta imagen de que no había límites, o al menos, no los íbamos a poner nosotros, teníamos que intentarlo. Citaría alguno de esos momentos mágicos, en principio imposibles, que hemos vivido, pero entonces me faltarían muchos, si os parece, los vamos relatando.

   Sopa de piedras

Hubo una vez, hace muchísimos años, un lugar que acababa de pasar por una guerra muy dura. Como ya es sabido, la guerra trae consigo rencores, envidias, muchos problemas, muertos y mucha hambre. La gente no puede sembrar, ni segar, no hay harina, ni pan. Cuando este país acabó la guerra y estaba destrozado, llegó a un pueblecito un soldado agotado, harapiento, y muerto de hambre. Era muy alto y delgado.
Hambriento llegó a una casa, llamó a la puerta y cuando vio a la dueña dijo:
-Señora, ¿no tiene un pedazo de pan para un soldado que viene muerto de hambre de la guerra?.
La mujer le mira de arriba abajo y le responde:
-Pero, ¿estás loco? ¿No sabes que no hay pan, que no tenemos nada? ¡Cómo te atreves!
Y a golpes y a patadas, lo sacó fuera de la casa.
Pobre soldado. Prueba fortuna en una y otra casa, haciendo la misma petición y recibiendo a cambio, peor respuesta y peor trato.
El soldado ya casi desfallecido, no se dio por vencido. Cruzo el pueblo y llego al río. Halló unas cuantas muchachas y les dijo:
-Muchachas, ¿nunca han probado la sopa de piedras que hago?
Ellas se burlaron del diciendo:
-¿Una sopa de piedras? No hay duda de que estás loco.
Pero había unos niños que estaban espiando y se acercaron al soldado cuando se iba decepcionado.
-Soldado, ¿le podemos ayudar?- le preguntaron.
-Claro que sí. Necesito una olla muy grande, un puñado de piedras, agua y leña para hacer fuego.
Rápidamente los niños fueron a buscar lo que el soldado había pedido. Encienden el fuego, ponen la olla, la llenan de agua y echan las piedras. El agua comenzó a hervir.
-¿Podemos probar la sopa?- le preguntaron con impaciencia los niños.
-Calma, calma.
El soldado la probó y dijo:
-¡Qué buena!, pero le falta un poco de sal.
-En mi casa tengo sal-dijo un niño. Y salió corriendo por ella.
La trajo y el soldado la echó en la olla.
Al poco tiempo volvió a probarla y dijo:
-¡Qué rica! Pero le falta un poco de tomate.
Y el niño, que se llamaba Luis, fue a su casa a buscar tomates y los trajo enseguida.
En un momento, los niños fueron trayendo otras cositas: Papas, lechugas, arroz y hasta una pedazo de pollo.
La olla se llenó. El soldado la revolvió varias veces. De nuevo la probó y dijo:
-Vayan, avisen al pueblo que vengan a comer. Hay para todos. ¡Que traigan platos y cucharas!.
Repartió la sopa. Se sentó todo el pueblo a disfrutar de la espléndida comida, sintiéndose extrañamente felices de compartir el alimento. Y aquel hombre extraño desapareció, dejándoles la milagrosa piedra, que podrían usar siempre que quisieran para hacer la más deliciosa sopa del mundo. 

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