Ayer pude ir al útimo encuentro de este año de estudiantes del Obrim del IES Azud de Alfeitamí. Después de una asamblea cuando empezó el curso, decidieron tener como actividad vertebral de su trabajo este año trabajar en una obra de teatro sobre los derechos laborales. Desde entonces, se reúnen los lunes por la tarde en el salón de actos con Encarna, profesora de Filosofía, para preparar la obra y escenificarla este curso, en el centro, en el teatro de Almoradí, y donde se presente. Ayer pude estar con ellos, charlando, dando saltos en el tiempo, hablando de actividades que habíamos hecho el curso anterior, de cómo les va este curso, y cómo no, de la actual situación educativa y laboral, y de cómo vemos nuestro futuro. No sé si escogí esta profesión o me escogió ella a mi, pero me parece un privilegio que mi trabajo haya sido compartir el día a día con jóvenes que están inventándose a sí mismos, con mucho camino que recorrer. Así salí, con las pilas cargadas, y a la vez con un ronroneo de que en todas las conversaciones que tengo últimamente aparece la palabra miedo. Eso me trae un par de anécdotas, del verano que brotó la chispa del Obrim, la necesidad de dar forma a otra manera de ‘cooperar’ en nuestro lugar de origen.
El verano de 2008 viajé a Nicaragua con la ONG Escoles Solidaries, entre mis compañeras de viaje estaban tres maestras de vida, Alicia, Bea, y Vero, nudos del Obrim desde el primer momento. Estuvimos un mes viviendo con maestros y maestras del departamento de Boaco, intentando ponernos bajo su piel, y girando la nuestra. Pero esta parte la contaré o la contaréis otro día. Antes de volver a cruzar el Atlántico de vuelta, recorrimos el país, y en una de nuestras aventuras, Jorge, nuestro guía y amigo nica, Inma, Bea y yo nos fuimos a comprar pescado a un pueblo cercano con la camioneta que habíamos alquilado para viajar. En uno de los caminos embarrados por las brisas frecuentes que nos acompañaban todos los días, la camioneta se quedó atascada en un camino que daba a un barranco precioso. Ni cortos ni perezosos, en un lugar donde el tiempo no se mide con relojes, nos fuimos a dar una vuelta a ver si mientras tanto secaba. Dimos con un complejo hotelero todavía sin acabar, cuidado por nicas, pero cuyos propietarios eran 'gringos', así llaman los nicas a los estadounidenses. Allí nos pudimos bañar en su piscina de lujo, debatiendo, como de costumbre sobre las opciones de los turistas en estos países. Nosotras teníamos a Jorge, que siempre escogía la opción local, la de sumergirse en el lugar y sus gentes. Volvimos a la camioneta después del baño, la situación no había mejorado, pero teníamos que seguir, así que pusimos palos en las ruedas y Jorge subió a la camioneta dejando la puerta abierta por si había que saltar. Nosotras, detrás, con un pie dentro y otro fuera de la camioneta por lo mismo, y de la garganta salieron las siguientes palabras: ‘Tengo miedo’, y la respuesta, ‘El miedo no sirve para nada’. La camioneta, con el esfuerzo de los cuatro salió de allí, fuimos a por el pescado, aprendimos a limpiarlo, volvimos a nuestra cabaña a orillas del Pacífico con el resto del grupo y lo cocinamos acompañándolo del mojito que preparó Jorge con ron nica. Dos días después subíamos a un joven volcán, cargando algunos una especie de trineos caseros para poder descender surfeando por la tierra negra. No probé el trineo, bajé resbalando los pies, pero antes miré la pendiente con Vero y Bea, pensando que mejor darse la vuelta y bajar por la senda zigzagueando. Pero, ¿cómo perderse ese momento de dejarse llevar? Y disfrutamos de una bajada que seguro ninguna ha olvidado.
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